Tres días bastaron para encarcelarnos. Quince días fueron suficientes para condenarnos. Siete años para, a cuenta presos, liberarnos.
Fue necesario que Miguel Valdés Tamayo muriera con el corazón ripiado por un infarto, que Normando Hernández y Luis Enrique Ferrer no vieran crecer a sus pequeñas hijas, que Antonio Villarreal enloqueciera, que Ariel Sigler Amaya permutara sus piernas por una silla de ruedas, que Orlando Zapata Tamayo decidiera morir de hambre, que las Damas de Blanco recibieran insultos y golpes, que Guillermo Fariñas expusiera su vida para que el régimen cubano tomara la decisión de liberar a los restantes 52 presos del Grupo de los 75.
Pero la promesa de liberación trae el sello de la última tortura. Para cualquiera de los encarcelados esperar tres o cuatro meses, soñando, ansiando, rezando porque mañana sea el día señalado, será la más cruel de las esperas. Una guerra de nervios, una batalla de sobresaltos, una sucesión de frustraciones en cada atardecer en que no llegue la noticia.
Después de siete años y cuatro meses de prisión, hay que ser muy fuerte para resistir la llegada del día en que, para colmos, junto a la liberación quizás les impongan el destierro.
Si hubiera buena fe, si no esperara algo a cambio, si el gobierno cubano no acostumbrara a macerar el alma de su pueblo, podría esperarse que la liberación hubiera sido inmediata y sin condiciones, pero las dictaduras son dictaduras y torturan hasta el último instante.
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