El régimen castrista ha convertido la isla entera en una cárcel. Los cubanos no pueden mudarse entre provincias, tienen que enfrentarse a excesivas restricciones para poder salir del país y no pueden pronunciarse en contra del gobierno. Eso, entre muchas otras cosas que serían normales en cualquier otro país libre. Por ese motivo, todos los cubanos se pueden considerar como presos y en adición existen cárceles dentro de la cárcel que están llenas de cubanos y cubanas inocentes, cuyo único delito es amar la libertad o querer forjarse un mejor mañana.

Diario de una prisionera política cubana

 Tomado de Contacto Magazin 

Por Aleida Durán




















Dra. Ana Lázara Rodríguez

Cuando agentes de la Seguridad del Estado registraron la casa de Ana Rodríguez el 26 de febrero de 1961, sin encontrar ninguna prueba acusatoria contra ella, dijeron a su madre: "Señora, tenemos que llevar a su hija por algunos minutos a la ciudad para aclarar algunas cosas. Entonces la traeremos de vuelta". Rodríguez tenía 23 años y estudiaba el tercer año en la Escuela de Medicina de la Universidad de La Habana.

Un mes más tarde, en un juicio en el que no hubo pruebas que presentar, Ana Rodríguez, Causa número 108 de abril 11 de 1961, fue condenada a 30 años de cárcel, seguidos de otros 30 años de prisión domiciliaria, por "atentar contra los poderes del Estado".

Treinta y cuatro años después, la Dra. Rodríguez, de 57 años, está preparada para vivir el futuro. Sin embargo, siente que aunque sus heridas han sanado, las cicatrices permanecen, impidiéndole olvidar o perdonar los años de tortura que pasó en prisión. 

"Después de todo, ¿qué significa mi gota de perdón, o no perdón, en el océano de dolor de los cubanos? Yo podría perdonar lo que a mí me hicieron, pero no tengo derecho a perdonar en nombre de los niños a los que les robaron la infancia, de los que amaban a los que fueron fusilados, de las madres cuyos hijos fueron torturados hasta morir", dice esta mujer, una de las tres últimas presas "plantadas" (que se negaron a aceptar planes de rehabilitació) del presidio histórico, puestas en libertad por el régimen de Fidel Castro a finales de la década de los años 70. 
 
Rodríguez escribió el libro Diary of a Survivor, con la colaboración del escritor y periodista Glen Garvin, el cual fue publicado en junio de 1995 por la editorial St. Martin's Press. Ha sido elogiosamente criticado en numerosos diarios de amplia circulación, como el Washington Post. La revista New Yorker lo mencionó entre los libros más recomendados del verano de 1995. 

La vida bajo el régimen de Castro, y en particular, la prisión política en Cuba, han dado pie a más de una leyenda y a ríos de literatura incompleta, atrevida y de no siempre exacta erudición. 

Diary of a Survivor, por el contrario, no es una obra fruto de la improvisación. Surge del conocimiento directo de una mujer de rebeldía mambisa, inteligente, profunda, recia y sensitiva, quien vivió el presidio político cubano casi desde el principio, hasta que Castro se "humanizó" porque a mediados de la década del 1970 su egolatría reclamaba para sí el título de líder del Movimiento de Países No Alineados. 

Su aspiración exigía "vender" al extranjero una imagen humanitaria. Comenzó a gestar la idea de un indulto masivo a prisioneros políticos. Por otra parte, se presentaron las condiciones idóneas para sus planes. Al tomar posesión de su cargo en enero de 1977, el presidente Jimmy Carter inició una política pacifista con la Unión Soviética y, por supuesto, con Cuba. Hubo conversaciones y convenios. 

Castro encontró la excusa para la amnistía. Haría un llamado al "diálogo con la comunidad cubana en el exterior" y como resultado de éste decretaría el indulto. Setenta y cinco exiliados participaron en el evento.
"El diálogo fue una burla a la dignidad de los presos. Ellos (los dialoguistas) no tenían derecho a hablar de nosotros con Fidel Castro", dice Rodríguez. 
 
Ella fue una de las que iniciaron una huelga de hambre, y una de los 165 "plantados" que firmaron una carta protestando contra el diálogo. La carta dio la vuelta al mundo y provocó gestiones internacionales a las que Rodríguez atribuye en gran parte su indulto. 

El 14 de noviembre de 1979, Rodríguez, Miriam Ortega y Ester Campos salieron de prisión por el octavo y último indulto decretado por Castro. Habían pasado casi 19 años desde el día en que un oficial de la Seguridad del Estado había prometido a la madre de Ana Rodríguez que su hija estaría de vuelta "en unos minutos". 

La ex prisionera de Castro es de quienes van al grano sin vacilaciones. Cuando llegó a Estados Unidos a principios de 1980 traía dos metas: escribir cuanto antes sus memorias para no olvidar detalles, y terminar su carrera. Cuatro meses después tenía listo el primer manuscrito de su obra. Y se iba a República Dominicana a terminar sus estudios médicos. 

En ambos caminos encontró escollos frecuentes en una sociedad libre. Quienes podían ayudarla a publicar su libro en español, no lo hicieron, perdiéndose ellos la satisfacción de ofrecer al mundo de habla española el primero y quizás único testimonio sobre la agonía, el valor y la audacia de las mujeres en el presidio político de Cuba, escrito por una de ellas. Y gente que soñaba, que quizás sueña aún, con la "paradisíaca vida" bajo el régimen de Castro, le jugaron sucio en su camino hacia el doctorado en medicina. 

"Tú cometiste el error de luchar contra el hombre más grande de América", le dijeron alguna vez. Su expediente "se perdió" en Santo Domingo y a la recién graduada le costó seis años reunir las evidencias de las notas obtenidas en los exámenes. 
 
Pero Rodríguez es también de aquéllos que, tras cada caída, se levantan confiando siempre en el éxito de un nuevo intento. Revalidó su título en Estados y se puso en contacto con Glen Garvin, editor de The Miami Herald, corresponsal del Washington Times durante la guerra de Nicaragua y autor del libro Everybody Had His Own Gringo, que trata el tema de los "contras" nicaragüenses. 

Todos los días durante 18 meses, Rodríguez y Garvin trabajaron arduamente perfilando cada uno de los 16 capítulos de la obra. Como resultado, los autores entregaron a la editorial St Martin's Press un material que se convertiría en 321 páginas de inapreciable valor histórico, informativo y analítico. 

Sobre el conglomerado de virtudes que pueden encontrarse a lo largo y ancho de esta obra, que debería estar en las mesas de trabajo de todos los organismos que se dedican a juzgar el cumplimiento de los derechos humanos en el mundo, destacan tres: 

a) Exposición clara y directa, al margen de parcialidades emocionales, en donde se adivina el cincel de periodista de Garvin. El paisaje cubano a menudo intransitable por la pasión, queda libre de malezas. 

b) Redacción impecable que mantiene el interés del lector de principio al fin, aún el del lector familiarizado con el tema. 

c) Honestidad intelectual. Aunque la violación de los derechos de las presas como seres humanos es evidente, Rodríguez no se presenta a ella misma ni a sus compañeras como débiles mujeres abusadas, sino que también ofrece al lector la otra cara de la moneda: estas mujeres hicieron a sus carceleros y al régimen una guerra sin cuartel que se prolongó, al menos para Rodríguez, durante 19 años. 

Ana Rodríguez, Ana Lázara para los ex presos políticos, soportó castigos brutales sin derramar una lágrima (¡primero muerta que mostrar debilidad!) pero también golpeó con fuerza los testículos a más de un militar castrista. 

La osadía y el idealismo han corrido parejos en la vida de Rodríguez desde muy temprano. Quizás comenzaron a impregnarse en su personalidad allá en su nativo Bejucal, cuando ella tenía seis años y su abuelo le contaba como a los 12 él se había unido a las huestes del General Antonio Maceo en la Guerra de Independencia, permaneciendo en la lucha hasta que Cuba fue libre. 

Cuando Fulgencio Batista finalizó la democracia en Cuba con un golpe de estado en 1952, Rodríguez tenía 14 años y estudiaba en el Instituto de Segunda Enseñanza de la Víbora. Entonces comenzó su lucha contra la dictadura trabajando en la clandestinidad con grupos estudiantiles. 

Bastaron pocas semanas después del 1ro. de enero de 1959 para que Rodríguez viera la mano del comunismo detrás del nuevo gobierno. Una vez más se incorporó a la lucha clandestina urbana, compartiéndola con sus estudios universitarios. 

Su arresto y consiguiente condena la condujeron por los tenebrosos senderos de varias cárceles cubanas: La Cabaña, Guanajay, Baracoa en la lejana provincia oriental, Guanabacoa, granja América Libre, prisión Nuevo Amanecer. 

En ellas padeció las pateaduras de los guardias a rostros y cuerpos de las presas, vio los potentes chorros de agua lanzados por mangueras contra incendios hacia el vientre de una de las mujeres que habían entrado a la cárcel en estado de gestación. 

A Lydia Pérez León se le presentaron incontenibles hemorragias unos 30 días antes de la fecha en que debía dar a luz. Las autoridades carcelarias se negaron a darle plasma o transfusiones porque "la sangre de los hospitales en Cuba es para los combatientes de la Revolución, no para gastarla en gusanas". Lydia y su bebé aún en su vientre, murieron. 

Rodríguez conoció las camas de piedra de la cárcel de Guanabacoa, y las requisas que destruían desde la pequeña golosina traída por un familiar hasta la más insignificante propiedad personal. 

Fue muchas veces castigada en las celdas tapiadas. El piso desnudo. Ni cama ni silla, sólo las paredes y un agujero en el piso como servicio sanitario. Una puerta de hierro con una pequeña abertura arriba por donde le lanzaban la escasa ración de comida, a menudo cubierta de gusanos. Oscuridad total, sin posibilidad de saber si era noche o día. Ratones, cucarachas y hordas de mosquitos. Los días se convertían en semanas y las semanas formaban un mes, o más. 

Participó siete veces en la más común de las protestas carcelarias: la huelga de hambre, que se prolongaba a veces 4 ó 5 semanas. En ocasiones, sin haber accedido a la petición de las presas, los guardias trataban de forzarlas a abandonar la huelga privándolas también del agua. 

"La sed produce delirios. Sabes que estás sufriendo un delirio. Sabes que esa jarra de agua helada que ves en el aire, provista de alas, sí, como te lo digo, de alas, no existe. Te haces el propósito de no extender las manos para alcanzarla. Pero lo haces. Es como un reflejo", recuerda Rodríguez. 
 
Los carceleros y carceleras tenían otros "métodos de convencimiento". Ya habían propuesto a las presas salir al campo a realizar tareas agrícolas. Ellas se negaron. 

Una noche, oyeron acercarse una "jaula" (vehículo para transportar prisioneros) con las luces apagadas a la galera situada al lado, en donde alojaban a presas comunes de la peor especie. Entre ellas varias lesbianas lidereadas por una peligrosa criminal a la que llamaban Safo. 

Poco después oyeron gritos desesperados pidiendo ayuda. Estaban violando a la nueva reclusa. Cuando Rodríguez llamó a la guardiana para que interviniera, ésta volvió la espalda y se fue mientras comentaba: "¡Ana, que sentimental eres!" 

Al día siguiente supieron que la nueva era una huérfana de 13 años de la Casa de Beneficencia, a quien estaban castigando por protestar por una lectura anticatólica. La habían colocado en la misma celda con Safo y otras dos mujeres. A la noche siguiente trajeron a otra adolescente. 

Pero las presas políticas no eran por cierto mansas palomas. Sus protestas podían ir desde "el toque de lata" que consistía en hacer sonar objetos metálicos contra las barras de hierro de las celdas, día y noche ininterrumpidamente durante semanas, hasta verdaderas batallas campales en las que los guardias usaban cables de acero, barras de hierro, palos y rifles, y ellas ladrillos, sal que echaban a los ojos enemigos, puños, dientes y piernas. Al final había huesos rotos, heridas sangrantes... y castigos "ejemplares" para ellas.
Rodríguez está convencida de que el mecanismo que le permitió sobrevivir en la cárcel política de Cuba fue estar dispuesta a morir. 

"Si te vendan los ojos y te dicen que si no hablas, o si te niegas a lo que te piden, el pelotón de soldados frente a tí hará fuego, tienes que pasar por sobre el instinto de conservación. Puede que disparen y puede que no. Pero si te pliegas, ya saben como continuar doblegándote. Lo más brutal del comunismo es luchar por la dignidad humana", afirma. 
 
A Diary of a Survivor no le faltan vestigios de humor que en ocasiones reflejan la ineptitud de los que en aquella época componían el sistema. Como la descripción de la espectacular fuga de la cárcel realizada por Rodríguez y dos de sus compañeras, frente a las narices de un guardia. Con la complicidad tácita del "babalao" que dirigía un rito, las fugitivas actuaron como si fueran "espíritus escapados" de un "toque de santos" que se celebraba en una casa situada casi al lado de la prisión. El guardia estaba aterrorizado.
O la explicación que más tarde dio Rodríguez acerca de esta escapada, a un agente encubierto de la Seguridad del Estado. "Soy una agente de la CIA y fui capturada aquí. Ahora me van a rescatar en un submarino. Ellos (la CIA) tienen delfines entrenados que los pueden guiar a través de las defensas antisubmarinos, hasta la Bahía de La Habana". 

El hombre le creyó. Y aparentemente, el alto mando comunista también, a juzgar por el despliegue de fuerzas que utilizaron para capturarla. 

Pero dos meses en las calles de La Habana habían sido una decepción para Rodríguez. Confiando en la caridad de la Iglesia Católica, ella y sus compañeras llegaron hambrientas, sedientas y extenuadas tras dos noches sin dormir, a la Arquidiócesis de La Habana. Explicaron su situación al Arzobispo Mons. Fernando Azcárate, y pidieron su ayuda. 

"¡Váyanse de aquí inmediatamente!", cuenta que exclamó Azcárate. "Ustedes están fuera de la ley, son fugitivas de la justicia. ¡Largo de aquí antes de que yo cumpla mi deber de ciudadano y las entregue!"
Más tarde, en la Iglesia de Reina, el Padre Millares les había explicado que, debido a su voto de obediencia, los sacerdotes se limitaban a cumplir órdenes superiores. Y éstas decían que la máxima prioridad era preservar la Iglesia. 

"Y no podemos hacerlo si estamos en guerra con el gobierno". 
 
En las calles, Rodríguez había encontrado que miles de cubanos se habían ido a Estados Unidos y otros muchos miles sólo buscaban la oportunidad de hacer lo mismo. Seis años y medio después de haber entrado ella en prisión, la innata rebeldía cubana había sido quebrada. 

Hoy, tras años de exilio, al preguntársele a Rodríguez si volvería a luchar, responde afirmativamente.
"Todos los pueblos están compuestos por una masa indiferente y una minoría combatiente. En Cuba sucede lo mismo. El porcentaje que lucharía en Cuba pudiera ser pequeño, pero aún si fuera un 1 por ciento, yo estaría dispuesta a unirme a él. Ese porcentaje es el que cambia la historia".